En el centenario del que llamaron “el insumergible”, queremos ofrecer una colección documental de reportajes que abordan al gran coloso, desde su historia hasta los secretos ocultos que pasan desapercibidos.
El Titanic yace a 4 KM. de profundidad en la oscuridad del fondo oceánico, tan lejos e inaccesible que pocos científicos se han atrevido a realizar la peligrosa inmersión hasta sus restos. No importa cuántas veces se haya hecho el viaje, siempre resulta emocionante verlo surgir de la oscuridad tras un minúsculo foco de luz.
Lo que vamos a ver es una selección de espectaculares documentales filmados durante varios años que nos brindarán la oportunidad de ver y explorar el interior del Titanic y de conocer su historia de una manera mas allá de la que conocemos.
Miraremos a través de los ojos de buey de los sumergibles enviados al fondo del mar para comprobar qué queda del enorme buque y conoceremos sus cubiertas y quiénes guiaban esta ciudad flotante, también escucharemos las historias contadas por supervivientes al naufragio en entrevistas rescatadas de archivos, conoceremos las similitudes con una novela escrita 12 años antes casi profetizando el dramático accidente, veremos la tecnología que utilizaron en el gran gigante y recorreremos paso a paso todo lo sucedido de una manera minuciosa.
Les invitamos adéntranos en las profundidades del océano, en un viaje a bordo del Titanic.
Cien años después de su descenso a los infiernos, el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando. Pese a descansar a 4.000 metros de profundidad en el Atlántico Norte continúa alimentando imaginaciones y leyendas, ficciones y realidades. Ha conseguido ser, un siglo después de que un iceberg se interpusiera en su triunfal camino, lo indestructible e insumergible que soñaron sus creadores. Y si bien no pudo sortear aquella mole de hielo que lo arrastró al fondo del océano en las primeras horas del 15 de abril de 1912, sí que ha sido capaz de vencer el paso del tiempo y el peso de la Historia.
Nació de un sueño y acabó convirtiéndose en una pesadilla. El sueño lo forjaron en el verano de 1907 Joseph Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, y William James Pirrie, dueño y presidente de los astilleros Harlan&Wolff, el mayor constructor de navíos del mundo. En unos tiempos muy anteriores a los viajes en avión, los grandes barcos eran el máximo exponente del transporte de pasajeros, Pirrie y Bruce Ismay idearon la construcción de tres transatlánticos: Olympic, Titanic y Gigantic, que tras la tragedia del anterior cambió su nombre por el de Britannic. El Olympic fue botado en octubre de 1909, hizo su viaje inaugural el 14 de junio de 1911, sobrevivió a la Primera Guerra Mundial y navegó hasta 1935; mientras que el Britannic, que fue botado en febrero de 1914 y empezó su servicio como barco hospital en diciembre de 1915, se hundió el 21 de noviembre de 1916 en el mar Egeo tras chocar con una mina.
Era en el Titanic donde tenían puestas todas sus esperanzas Pirrie y Bruce Ismay. Iba a convertirse en el estandarte de la White Star para hacerse con el mercado de pasajeros atlánticos de gran lujo. Iba a ser la mayor obra de ingeniería naval de la Historia, el símbolo de una época, el abanderado de una sociedad, la occidental, que llevaba 100 años disfrutando de la paz, viendo cómo la técnica avanzaba con paso seguro, viendo cómo los beneficios del trabajo parecían filtrarse a través de la sociedad... Viéndolo con la perspectiva actual, sorprende ese optimismo, esa confianza que la sociedad de entonces, mayoritariamente clasista, tenía en sí misma... Pero la realidad era que en aquellos años la gente creía que la vida era perfecta. Sea como fuere, el hundimiento del Titanic bajó de golpe el telón de ese optimismo y acabó de un plumazo con la prepotencia de la época, con una forma de ver y vivir la realidad. Ya nada iba a ser igual. Después vino la Gran Guerra y el mundo cambió definitivamente.
Antes de que todo esto llegara, el 31 de marzo de 1909, empezaron en los astilleros de Belfast los trabajos para construir el barco más grande y más lujoso de la época. No iban a ponerse trabas en el presupuesto: los mejores materiales, las técnicas más avanzadas, los motores más potentes, las innovaciones más sorprendentes, los detalles más sofisticados. Todo esto y mucho más iba a tener el mascarón de proa de la White Star. El Titanic fue botado el 31 de mayo de 1911, tenía 269 metros de eslora y 28,19 de manga, podía desarrollar una potencia de hasta casi 60.000 caballos que permitirían una velocidad máxima de 23-24 nudos y tenía capacidad para admitir hasta 3.547 personas, entre pasajeros y tripulación. Southampton-Nueva York iba a ser su primer viaje.
Y luego estaba el lujo desmedido para aquellos de primera clase que pudieran pagarlo. 'Camelot flotante' y 'Paraíso sobre las aguas' fueron algunos de los adjetivos que recibió Y no resultaban exagerados. La primera clase contaba con todos los estilos de la época: desde el Imperio hasta el Regencia pasando por el Luis XIV o Luis XXV. Piscinas cubiertas, pistas de squash, una baño turco, salas copiadas del palacio de Versalles, cafés parisinos, bibliotecas, gimnasios, ascensores...
Todo ello fue un reclamo imposible de resistir por algunas de las grandes fortunas de ambos lados del Atlántico. Un hotel con más estrellas que el firmamento para viajar del Viejo al Nuevo Mundo. Pero la mayoría de los que embarcaron con destino a Nueva York no estaba pensando en las estrellas; se dirigían a América en busca de una nueva vida, un futuro mejor: la segunda clase estaba formada por profesores, comerciantes y profesionales de clase media, mientras que los viajeros de tercera, que tuvieron que soportar un humillante examen médico para comprobar que no eran portadores de ninguna infección, eran trabajadores con escasos recursos económicos. Aunque la historia siempre ha hablado de los ricos y famosos que viajaban en el barco, lo cierto es que tres de cada cuatro pasajeros que embarcaron llevaban billetes de segunda o tercera clase, fundamentalmente de esta última. El Titanic fue una enorme maqueta flotante de la sociedad de preguerra.
El orgullo de la White Star zarpó a las 12.15 horas del 10 de abril de 1912 del puerto de Southampton. De allí se dirigió a Cherburgo a través del canal de la Mancha. Y tras recoger pasaje y carga se dirigió a Queenstown, en Irlanda, por la costa sur de Inglaterra. Allí llega a las 11.30 del día 11 y tras embarcar más pasaje y más carga levanta su ancla de estribor e inicia su primera y última travesía hacia Nueva York. Los relojes marcaban las 13.30 horas. Entre el 11 y el 12 de abril, el barco recorrió 486 millas sin ningún tipo de incidente y con unas condiciones de navegación óptimas. En las siguientes 24 horas el Titanic recorre 519 millas, también con buena navegación, aunque recibe dos avisos alertándole de la presencia de hielo en su ruta; el segundo en las últimas horas del día 13 cuando el Rapaahannock le informa que incluso ha sufrido algún daño en el campo de hielo.
Los errores del capitán Edward John Smith, un veterano de la White Start Line que iba a jubilarse tras el viaje, propiciaron el descalabro del Titanic. A lo largo del día 14, el puente de mando recibió no menos de siete avisos que alertaban de la presencia de hielo en su rumbo a Nueva York, a los que habría que sumar los dos que recibió el día anterior. El capitán no hizo caso ni redujo la velocidad cuando ya empezaba a caer la noche, después de haberla aumentado por la mañana por indicación de Ismay, que quería llegar lo antes posible a su destino y arrebatarle a su competidora la Cunard Line el récord de rapidez. El Caronia, el Noordan, el Baltic, el Amerika, el Mesba y el Californian, por dos veces, lanzaron alertas de icebergs a lo largo de toda la jornada. La última de ellas, lanzada desde el Californian, tuvo lugar sólo 45 minutos antes del impacto.
A esa hora, a las 23.40, el capitán Smith se había retirado a descansar, el mar estaba como un plato, el cielo completamente estrellado y la visibilidad era óptima. El vigía Frederick Flett, que estaba a punto de acabar su guardia en el nido del cuervo, observó de pronto cómo el barco se dirigía a una gran masa de hielo que aumentaba rápidamente de tamaño conforme se acercaban a ella. Tocó tres veces la campaña y se dirigió al puente: «¡Un iceberg a 400 metros!».
En el puente de mando, el primer oficial W.M. Murdoch da al timonel Robert Hitchens dos órdenes muy rápidas: «Todo a estribor» y «marcha atrás a toda máquina», sin saber que la suma de ambas iba a resultar trágica, ya que la inversión de los motores hizo que el barco girase lentamente hacia babor provocando, al entrar en contacto con el iceberg, una brecha de casi 100 metros de longitud en su costado de estribor y la rápida inundación de cinco compartimentos estancos. Habían transcurrido apenas 40 segundos desde que el vigía Flett divisara la mole de hielo, que sobresalía 30 metros de la superficie, y ésta impactara con el Titanic. De haber chocado frontalmente, lo más probable es que pese a los desperfectos, el barco hubiera podido continuar su viaje a Nueva York.
Cuando el capitán Smith saltó de la cama y se dirigió al puente de mando ya era demasiado tarde. Cayó entonces en la cuenta de que el barco podía no ser indestructible ni insumergible. Veinte minutos después del impacto, Thomas Andrews, uno de los diseñadores del Titanic, lo sentenció a muerte tras recorrer las zonas afectadas de la nave y cuantificar los daños: «El hundimiento se producirá antes de tres horas». Y así fue. Lo primero que debió pensar Smith fue que al menos la mitad de las 2.224 personas que iban a bordo —1.364 pasajeros más 860 miembros de la tripulación— estaba condenada a muerte por la falta de botes salvavidas. Todo lo que vino a continuación de la sentencia fue vertiginoso: a las 00.10 del ya fatídico 15 de abril de 1912, el radiotelegrafista Jack Phillips lanza el primero de muchos mensajes de auxilio y marca su posición: 41.44N 50.24W; a las 00.45 se lanza la primera bengala; a esa misma hora se arría el primer bote salvavidas; a las 01.40 se lanza el último cohete; a las 02.05 es arriado el último bote; a las 02.10 Phillips transmite los últimos mensajes; a las 02.18 empieza a fallar la energía eléctrica; a las 02.20 se hunde el barco. Habían transcurrido 160 minutos desde que el hielo arañara mortalmente al Titanic.
En los primeros instantes nadie del barco se percató del incidente. El leve cosquilleo no alteró a los pasajeros. Los caballeros que no dormían continuaban fumando y jugando a las cartas, sus esposas descansaban ya mientras la orquesta dirigida por Wallace H. Hartley seguía tocando, y lo seguiría haciendo hasta el final según relataron posteriormente algunos supervivientes. El escepticismo inicial dio paso a la histeria incontrolada y esta, a su vez, a la certidumbre de que el fin, minutos antes lejano, estaba ahora muy cerca.
El Titanic sólo llevaba 20 botes salvavidas para 1.178 personas y las leyes vigentes no le obligaban a más. Pero tampoco estos botes y la rapidez a la hora de depositarlos en el mar estuvieron a la altura que se podía esperar de la mejor obra de ingeniería naval de la Historia. El caos que se desató en los primeros momentos, lo desordenada que resultaron las tareas de evacuación y, especialmente, el pésimo funcionamiento de los pescantes donde iba sujetos los citados botes hicieron que alguno de ellos no llegara al mar y que otros no se ocuparan totalmente. Todo esto provocó que el número de personas que se embarcaron en ellos —711 personas— apenas superara el 60% de su capacidad real.
«Cuando los botes se hubieron ido, una extraña quietud se extendió por el Titanic. La excitación y la confusión habían terminado y los centenares de pasajeros que se quedaron en el barco esperaban en silencio en las cubiertas superiores. Parecían agruparse hacia dentro, alejándose lo más posible de las barandillas». Walter Lord describió así los segundos finales del barco antes de que éste se perdiera bajo las aguas en 'La última noche del Titanic', libro publicado en 1955 y basado en los testimonios de algunos supervivientes.
Un dato revelador de lo que pasó aquella noche en el Atlántico Norte cuando ya el barco había desaparecido nos dice que de las aproximadamente 1.500 personas que se precipitaron al océano con él, solo 13 fueron recogidas por algunos botes salvavidas, aunque en la mayoría de estos había sitio de sobra. Únicamente un bote volvió hacia atrás en busca de supervivientes, mientras que el resto de los náufragos que se salvó fue porque tuvo la fortuna de estar cerca de alguno de ellos. Según cuenta Lord en su libro, en todos los botes fue la misma historia: un tímido «¿regresamos?» de alguno de los ocupantes que era repelido con una firme negativa por parte del resto.
Cuando el radiotelegrafista Phillips lanzó su primer CQD CQD CQD de MGY MGY MGY (en aquellos años el SOS todavía no era muy utilizado. CQD era la nomenclatura que se empleaba para pedir auxilio y MGY el identificador del telégrafo del Titanic), el barco que se encontraba más cerca era el Californian, exactamente a 11 millas, 21 kilómetros. Sin embargo, no fue éste el barco que se dirigió hacia la zona del naufragio, sino el Carpathia, que se encontraba a 58 millas, unos 107 kilómetros. Por qué el Californian no fue en su ayuda es una de las grandes incógnitas de esa noche. Su capitán, Stanley Lord, dijo posteriormente que su radio echó el cierre a las 23.30 y que el radiotelegrafista se fue a la cama; y aunque es cierto que entonces no era obligatorio que las radios de los barcos estuvieran operativas las 24 horas, es impensable que no se vieran desde el Californian las bengalas lanzadas desde el Titanic, estando tan cerca los dos barcos.
Aunque no hay dos cifras iguales en relación con el Titanic —ni tan siquiera en el número de pasajeros o de tripulación— los últimos datos señalan que murieron 1.517 personas, aunque sólo se pudieron rescatar 328 cadáveres, y que el Carpathia llegó a Nueva York con los ya citados 711 supervivientes recogidos de los botes salvavidas. La muerte, claro está, no trató igual a todo el mundo: perdieron la vida 122 pasajeros con billete de primera clase, 165 de segunda, 544 de tercera y 686 miembros de la tripulación. Dicho de otra manera: se salvó el 60% de los pasajeros de primera, el 41 de segunda, el 24 de tercera y el 22 por ciento de los trabajadores del barco.
De esta brutal desigualdad no se salvaron, tampoco, ni las mujeres ni los niños: de los 29 de éstos que iban en primera y segunda clase sólo perdió la vida la pequeña Lorraine, que no quiso separarse de su madre; sin embargo de tercera perecieron 53 menores de los 76 que viajaban en el barco. Con las mujeres ocurrió algo parecido: En primera murieron 4 de las 143 que viajaban y tres de ellas porque se quedaron voluntariamente con sus maridos; en segunda murieron 15 de las 93, y de tercera, 81 de las 179 que se dirigían al Nuevo Mundo.
Uno de los supervivientes de primera clase que recogió el Carpathia fue Joseph Bruce Ismay, padre de la criatura e incluso del nombre de la misma y presidente de la White Star, propietaria del Titanic. Después de subir a uno de los botes salvavidas valiéndose de su posición cerró los ojos y se negó a ver el hundimiento de su sueño. No abrió la boca antes de ser rescatado ni lo hizo después en la travesía a Nueva York. Se encerró en un camarote y estuvo prácticamente sedado hasta llegar a puerto. Las críticas, que probablemente no fueron todo lo duras que debieron ser aunque se cebaron con su deseo de ir a toda máquina y de salvarse a toda costa, acabaron con él. Al año siguiente se jubiló de la White Star, se compró una gran propiedad en Irlanda, recluyéndose allí hasta su muerte en 1937.
La prensa no trató a los infortunados pasajeros de tercera clase mucho mejor que la naviera. Ningún medio de comunicación importante se preocupó excesivamente de su punto de vista a la hora de escribir la historia de las últimas horas del Titanic. The New York Times sólo entrevistó a dos pasajeros de esta clase dentro de las casi 60 historias que publicó tras arribar a puerto el Carpathia y hablar con los supervivientes. Dos también fueron las historias de pasajeros de entrepuente que incluyó en sus ediciones el New York Herald, que acompañaron a otras 45 de los pasajeros de primera, mayoritariamente, y segunda. La dura realidad no radicaba, exclusivamente, en el clasismo de los editores y de la propia sociedad sino en el nulo interés que los desfavorecidos despertaban entre los lectores.
Las investigaciones posteriores tampoco hicieron excesivo hincapié en el desigual número de muertos en función de la clase en la que se viajara. Los norteamericanos apenas escucharon a tres supervivientes del entrepuente, e incluso dos de ellos dijeron, en el Congreso estadounidense, que a los de tercera se les había impedido llegar a la cubierta de los botes salvavidas... pero nadie protestó excesivamente ni la prensa se hizo eco de tales declaraciones. La investigación inglesa todavía fue más sectaria: la conclusión final señalaba que no había indicios de discriminación en función de la clase en la que se viajaba, dispensando a la compañía de cualquier responsabilidad. Por si acaso, los ingleses ni tan siquiera quisieron escuchar a ningún superviviente del entrepuente.
En lo que sí se pusieron de acuerdo investigadores ingleses y norteamericanos fue en crucificar al capitán Smith, que como la mayoría de los mandos no sobrevivió al naufragio. «Pasando por alto [escribieron] todas las advertencias recibidas, el gran barco avanzaba a gran velocidad a través de un mar plagado de hielo. En la feroz competencia existente entre todas las líneas navieras prevalecía el 'te venceré a toda costa'. Querían ofrecer el servicio de un tren expreso, que se apegara exactamente a los horarios e itinerarios fijados, aunque eso significara atravesar a toda máquina bancos de niebla, campos de hielo o flotas de barcos pesqueros. El Titanic pagó el precio más alto por esta locura».
Entre los medios de comunicación, que desde el nacimiento del Titanic se habían entregado sin disimulo a su grandiosidad, apenas hubo voces críticas a todo lo que rodeó esta tragedia. Prefirieron destacar la literatura que conllevaba —el barco más grande y lujoso de la Historia que se hunde en su viaje inaugural repleto de ricos y famosos tras chocar con un iceberg— que arremeter contra la prepotencia de la naviera, los delirios de grandeza, la ambición desmesurada, el clasismo repugnante, la descarada elección de quién debía salvarse primero... Sólo el escritor Joseph Conrad, autor de 'El corazón de las tinieblas', criticó violentamente, en dos escritos demoledores, todos los desmanes que esta tragedia dejó al descubierto.
Sea como fuere, no hay otro naufragio en la Historia que haya logrado mantenerse a flote 100 años aunque su vida sobre el mar apenas durara cuatro días, 17 horas y 30 minutos aproximadamente. La leyenda del Titanic ha podido con todo, especialmente con el olvido. Y aunque el océano se tragara los delirios de grandeza de una época que tocaba a su fin, la ambición desmedida de una compañía que tenía que haber puesto más botes salvavidas o vendido menos pasajes, las cuentas corrientes que todo salvo la vida podían comprar y los sueños de aquellos que anhelaban alcanzar el Nuevo Mundo en busca de un futuro mejor... Aunque nadie duda de que el océano engullera todo esto y mucho más, lo único cierto es que el Titanic sigue navegando y su orquesta continúa tocando.
Millonarios, una orquesta y una trágica profecía
Cien años después del hundimiento del Titanic siguen surgiendo mitos y leyendas acerca de la tragedia. Muchas de ellas sobre las 2.224 personas que iban a bordo aquella fatídica noche. Cada pasajero tiene su historia y todas tienen su interés. Unas aún se recuerdan, otras permanecen a 3.800 metros de profundidad. Y todas ya son Historia: Millvina Dean, la última superviviente del Titanic, murió en mayo de 2009, a los 97 años. Era un bebé de meses cuando embarcó con su hermana y sus padres en tercera clase, camino de una nueva vida en América que se truncó en alta mar (las tres mujeres subieron a un bote, pero el padre pereció y ellas regresaron a Reino Unido).
Millvina Dean, la última superviviente del naufragio, murió en 2009
La fatalidad del Titanic comienza con una novela, 'Futility' (Vanidad), escrita 14 años antes de que el enorme buque navegara hasta su final. Su autor, un oscuro escritor llamado Morgan Robertson, describía las peripecias de un barco llamado casualmente 'Titan', considerado insumergible. Si no es suficiente esta asombrosa coincidencia, el libro describe a sus ocupantes como gente rica, que disfruta de un feliz viaje a bordo, hasta que el trasatlántico choca una noche de abril con algo parecido a un iceberg muriendo ahogados sus tripulantes. Ni que decir tiene que tras el desastre, la obra de Robertson fue ampliamente difundida al ser considerada como una trágica profecía para aquel barco que osaría desafiar a los mares.
Lo que más impresionaba —y que todos recordamos por la película que dirigió James Cameron— es la enorme escalinata con su inmensa cúpula de cristal. Los pasajeros de primera clase podían elegir los estilos decorativos para sus camarotes y disfrutar durante la travesía de gimnasio y piscina. Casi todos los supervivientes destacarían tras su rescate el olor a recién pintado del barco. Para la enorme travesía se cargaron 34.000 kilos de carne fresca, 5.000 kilos de pescado y 3.200 de marisco. Además de sus más de 5.000 botellas de selecto champán. Los de primera clase estaban separados de los de tercera por unas verjas metálicas que en la noche del naufragio aisló a los camarotes inferiores, convirtiendo esa zona en una enorme ratonera para los pasajeros más humildes. La legislación norteamericana había obligado al armador a instalar esas verjas para evitar la inmigración ilegal en el puerto de Nueva York.
Una de las mayores leyendas de la catástrofe del Titanic nos habla de su orquesta. Cuando el buque comenzaba a hundirse, los ocho miembros de la banda, dirigidos por Wallace Hartley, se situaron en el salón de primera clase en un intento de hacer que los pasajeros conservaran la calma. La banda no dejó de tocar y cuando el barco hacía aguas, los músicos se trasladaron a la cubierta, donde se procedía a embarcar a los pasajeros en los botes salvavidas. Ninguno de los miembros de la orquesta sobrevivió y aunque no hay certeza sobre la última melodía que tocaron, algunos testigos aseguraron que fue 'Nearer to Thee, my Lord' ('Más cerca de ti, Dios mío').
A bordo del Titanic se encontraban las grandes fortunas del momento. El multimillonario John Jacob Astor IV, que había embarcado con su esposa en el puerto de Cherburgo (Francia), ostentaba el honor de ser la persona más rica del gran transatlántico. Acompañaban al matrimonio un criado, la doncella y una enfermera particular. El rico constructor moriría y su esposa Madeleine sobrevivió al desastre. También embarco en Cherburgo Benjamin Guggenheim 'el rey del cobre', quinto hijo de Meyer Guggenheim, emigrante suizo que construyó su imperio gracias al negocio minero. Viajaba con su amante. Su mayordomo no permitió que se le despertara aquella noche fatídica. No sobrevivió. En Southampton embarcaron Isidor Strauss y su esposa, Ida, la segunda mayor fortuna a bordo. Él era el propietario de los almacenes Macy's. Murieron los dos. Aunque la evacuación del barco comenzó por mujeres y niños, Ida se bajó de un bote porque se negó a abandonar a su marido: «Hemos vivido muchos años juntos; a donde vayas, yo voy».
George Widener, primogénito del magnate de los tranvías de Filadelfia Peter Widener, viajaba con su esposa, Eleonor. El presidente de la White Star y armador del Titanic, Bruce Ismay, también se encontraba a bordo. En la lista de pasaje se encontraba Margaret Tobin, conocida posteriormente como Molly Brown. Su riqueza provenía de su esposo Jim Brown, quien descubrió oro en una mina, cambiando sus vidas por completo y pasando a codearse con la familia Astor. Molly Brown, que viajaba sin su marido, se salvó a bordo del bote número 6.
Bruce Ismay, el armador.
Los pasajeros de primera tuvieron el privilegio de conseguir plaza en los primeros botes. A la 01.00 horas, el bote número 3 partió con 40 personas. Diez minutos más tarde descendía otro con tan sólo 12 pasajeros frente a los 40 que se estimaba eran la capacidad de cada uno de los botes.
La prensa lo bautizaría como «el bote de los millonarios». Los ocupantes de la embarcación eran Sir Cosmo Duff, su esposa, la doncella-secretaria de ésta, dos hombres de negocios y siete tripulantes, a quienes Sir Cosmo prometió retribuir espléndidamente una vez llegaran a Nueva York, tal y como se relata en el libro 'Pasajeros del Titanic.
El último viaje de Ramón Artagaveytia', de Josu Hormaetxea. El buque no disponía de suficientes balsas salvavidas para evacuar a todos los pasajeros y la tripulación nunca había sido entrenada para enfrentarse a un previsible desastre. La helada temperatura del agua sólo permitiría sobrevivir un máximo de 15 minutos a aquellos que no hubieran conseguido plaza en un bote. La mayoría de los fallecidos pertenecían a la tercera clase.
Un kilo de 'toffes'.
La búsqueda del pasajero que había comprado un kilo de 'toffes' en una conocida pastelería de la Gran Vía de Bilbao llevó a Josu Hormaetxea a investigar el naufragio del Titanic. Siendo aún un adolescente leyó en un periódico esta anécdota y se hizo con la lista de pasajeros para averiguar la identidad de la persona que había comprado esa caja de caramelos.
Muchos años de investigación le han llevado a publicar este libro que desgrana los orígenes y curiosidades del trasatlántico hasta su dramático final. Hormaetxea relata otras muchas curiosidades, como la historia de los hermanos Alfred, Bertram y Thomas Slade, bomberos que antes de embarcar estuvieron bebiendo pintas de cerveza en el pub 'The Grapes', en el puerto de Southampton. El oficial se negó a permitirles subir a bordo en su estado de embriaguez. El alcohol salvó sus vidas.
Supervivientes en la cubierta del Carpathia
El escritor destaca que el hundimiento aún atrae a la opinión pública, 100 años después, «porque el Titanic era todo un símbolo del fin de una época. Considerado insumergible, en su viaje inaugural se fue al fondo. Le tenemos tan presente que cuando se ha hundido recientemente el Costa Concordia, hemos buscado similitudes con aquella tragedia». Hormaetxea recuerda que aunque al Titanic le faltaban botes salvavidas, cumplía todas las normativas, «porque el criterio de la época no era considerar el número de pasajeros, sino la cantidad de toneladas que desplazaba».
Con 2.224 pasajeros a bordo, las historias de supervivencia son tan dispares como la que vivió el mexicano Manuel Urruchurtu a punto de descender al agua en el bote número 11. Una pasajera, Elizabeth Ramell, rogaba al oficial al mando que le permitiese subir, ya que su esposo y su hijo la esperaban en Nueva York. Urruchurtu cedió su sitio a la mujer a cambio de que cuando llegara a tierra visitara a su esposa en México. Años más tarde se comprobó que Ramell ni estaba casada ni tenía hijos. Lo que sí hizo en 1924 fue cumplir la promesa que le había hecho a su salvador.
Otro nombre para el recuerdo es el de Ramón Artagaveytia, que da título al libro de Hormaetxea, un ciudadano uruguayo con ascendentes vascos que viajaba en primera. Artagaveytia aguantó durante horas sobre una hamaca que hizo las funciones de balsa, como se demostraría más tarde al ser rescatado su cuerpo y comprobar que su reloj marcaba las 4.53 de aquel 15 de abril de 1912. La hora señalaba cuándo se detuvieron la maquinaria y su corazón, pues está demostrado que el Titanic se hundió a las 02.20 de la madrugada del 15 de abril.
Retrato del español Víctor Peñasco.
Los españoles Víctor Peñasco y Castellana y María Josefa Pérez Soto viajaban, con su criada, en primera clase. Disfrutaban de su luna de miel, que duraba ya 17 meses cuando embarcaron en Cherburgo.
Cuando Josefa, su marido y su criada se disponían a montar en el bote número 8, Víctor cedió su asiento a una mujer con un niño en brazos. Josefa no le volvería a ver. A Josefa no se le borró nunca la imagen de «aquel coloso iluminado que iba hundiéndose». Recordó años más tarde cómo desde su bote se oía aún a la orquesta tocar y vio saltar entre un inmenso griterío a las últimas personas que quedaban a bordo. Ella y su doncella fueron recogidas por el 'Carpathia'. El cadáver de Víctor nunca aparecería y, según las leyes de la época, no se podría declarar su muerte hasta 20 años después de su desaparición.
La joven viuda de 23 años no podría heredar ni casarse hasta los 43. Se cuenta que varios parientes 'compraron' uno de los cadáveres que aparecerían meses después flotando en la zona de la tragedia y que fue 'reconocido' por la doncella. Josefa rehizo su vida: se casó en 1918 y falleció en 1972. Tenía 83 años.
Titán, Titanic
The Wreck of the Titan' o 'Futility' (que acaba de editar en España Nórdica Libros) es el título de un libro que escribió Morgan Robertson en el que se cuenta la historia de un transatlántico, el más grande y lujoso de la época, que se hunde después de chocar con un iceberg en el Atlántico Norte en su viaje inaugural entre Nueva York y Southampton. El Titán de Robertson solo disponía de 24 botes salvavidas que apenas tenían cabida para menos de la mitad de las 2.500 personas, pasajeros y tripulación, que iban a bordo, y entre las que se encontraban algunas de las grandes fortunas del planeta y una importante representación de lo más selecto de la alta sociedad inglesa y estadounidense.
Todo esto nos parecería un guión nada original sobre el hundimiento del Titanic, si no fuera porque Robertson escribió 'The Wreck of the Titan' en 1898, es decir: 14 años antes de que el 15 de abril de 1912 el Titanic, el transatlántico más grande y lujoso de la época, se hundiera en su viaje inaugural entre Southampton y Nueva York tras haber chocado con un iceberg en el Atlántico Norte.
Las similitudes entre uno y otro barco van más allá de lo que pueda imaginarse. Como ya hemos dicho ambos naufragaron en su viaje inaugural; ambos fueron calificados por sus constructores como insumergibles e indestructibles; ambos tenían un tamaño muy parecido: 267 metros el real y 244 metros el imaginario; los dos portaban tres hélices y dos mástiles; en ambos casos también se había utilizado en su construcción un sistema de compartimentos estancos semejante; los dos emprendieron su primer y único viaje en abril; el Titanic tenía 20 botes salvavidas por 24 del Titán y en ambos casos su capacidad apenas servía para acoger a la mitad del pasaje; el primero golpeó con el iceberg cuando viajaba a una velocidad de 23 nudos, mientras que el segundo lo hizo a 25; ambos se hundieron aproximadamente 600 kilómetros al sur de Terranova.
También existían, todo hay que contarlo, algunas diferencias entre las dos tragedias, fundamentalmente tres: el Titanic golpeó el iceberg en perfectas condiciones de navegación, mientras que el Titán lo hizo en condiciones climatológicas adversas; en el primero se salvaron 711 personas y en el segundo apenas 13; el barco real navegaba de Europa a Estados Unidos, mientras que el literario lo hacía en sentido inverso.
Robertson se educó en una época en la que el Reino Unido controlaba una cuarta parte del mundo y le embargaba un cierto desdén yanqui hacia los británicos del Imperio, de los que no se fiaba en absoluto. Eso se traduce en su novela de forma bastante clara. Para el autor, que escribía en las postrimerías de la era victoriana, el insumergible Titán es un símbolo de orgullo desmedido y, al igual que en el Titanic, quedan patentes las divisiones sociales tanto de finales del siglo XIX como de principios del XX.
«'The Wreck of the Titan' es más que una curiosidad —escribió el editor Simon Hewitt en 1998 cuando Simon & Schuster reeditó el libro coincidiendo con su centenario— y en cuanto a su asombrosa premonición del Titanic, nadie puede decir a ciencia cierta si se trata de una extraña serie de coincidencias o si lo que actuó ahí fue algo mucho más enigmático».
No es la del Titán Titanic, la única premonición de la literatura de este autor. También escribió otra novela titulada 'Más allá del espectro' en la que pronosticó una futura guerra entre Estados Unidos y Japón, que arrancaría con un ataque marino por sorpresa de los asiáticos a instalaciones norteamericanas. Sería otro guión escasamente original de lo sucedido en Pearl Harbor, si no fuera porque se escribió 27 años antes, en 1914, un año antes de morir por sobredosis de protiodide, yoduro de mercurio.
El cuerpo de Morgan Robertson se encontró delante de una ventana abierta por la que, presumiblemente, estuvo mirando al mar hasta que sus ojos se cerraron definitivamente.
El «Titanic», un coloso no tan «insumergible»
Nadie duda que el Titanic fue una exhibición de lujo, suntuosidad y también arrogancia, un titán que se creyó «insumergible». Y si bien las últimas investigaciones del Instituto de Física del Reino Unido (IOP) sostienen que estaba mal construido y con materiales de dudosa calidad, lo cierto es que la disposición de su compartimentado posibilitó que se mantuviese a flote durante casi tres horas. Bastante tiempo cuando cualquier otro barco de la época y de compartimentado normal habría sido engullido por el océano en menos de veinte minutos, según defiende José Antonio Bustabad Rey en su Informe pericial sobre las causas del naufragio del trasatlántico Titanic.
Pese a la fuerza del impacto, el choque apenas alteró la monótona vibración del buque y tanto una parte de la tripulación como de los pasajeros que sobrevivió al accidente declaró que percibió tan solo un «rozamiento o rascado perezoso».
Sin embargo, el golpe fue mortal y produjo una apertura superior a 70 metros en el casco de la nave. Más que suficiente para anegar el total de los dieciséis compartimentos de que disponía, lo que consiguió retardar su hundimiento, sostiene Bustabad Rey. No obstante, del estudio del IOP se deriva que la región del casco contra la que impactó el iceberg era más débil que la zona central, pues sus remaches no se apuntalaron usando prensa hidráulica sino manualmente.
Cualquier otro barco de la época habría sido engullido por el océano en menos de veinte minutos
Según el autor de Informe pericial, aunque el capitán Smith hubiese contado con las potentes turbobombas de carga y descarga de un superpetrolero actual, tampoco habría sido capaz de estabilizar la inundación de uno solo de los tanques del Titanic, ya que dadas las dimensiones de la avería, el volumen de agua entrante sería muy superior a la capacidad de aspiración de las bombas.
Tampoco abrir las puertas que comunicaban los compartimentos habría detenido la inundación sino todo lo contrario: provocaría el hundimiento del buque sin dar tiempo a arriar la mitad de los botes salvavidas.
Las condiciones atmosféricas fueron consideradas como la principal causa de la deriva del Titanic y de sus 1.517 víctimas, pero cien años después de la tragedia siguen surgiendo nuevas teorías que apuntan.
El capitán del «Titanic» tuvo una actuación similar a la de Schettino, del «Costa Concordia»
El 13 de enero del 2012, el crucero Costa Concordia encalló en la costa italiana debido a la imprudente y peligrosa actuación de su capitán, Francesco Schettino. Cien años antes, otro capitán había llevado a su barco a un destino mucho peor, con la misma actuación temeraria: John Smith, gobernante del Titanic. Ambos navegantes fueron decisivos en la suerte de sus respectivos buques, actuando de una manera lo más alejada posible del manual del buen capitán y marino.
Edward John Smith, de 62 años, era el capitán de más experiencia y prestigio de la compañía White Star Line y, por ello, la empresa le entregó el mando del Titanic. Smith era un hombre formado, responsable, respetado y admirado por sus compañeros. Para el viaje inaugural del Titanic, el capitán eligió la ruta más segura y larga hacia Nueva York: 53 millas náuticas -casi 100 kilómetros- más de lo habitual, siendo así muy prudente, para evitar posibles bloques de hielo que solía haber en recorridos más septentrionales. Lo explica José Antonio Bustabad en el libro Informe pericial sobre las causas del naufragio del trasatlántico Titanic.
Por ello, extraña la actuación tan irresponsable y pasiva que Smith tuvo después. El Titanic recibió avisos por presencia de icebergs de otros barcos que navegaban por la zona, pero John Smith siguió navegando de noche y a la máxima potencia. La señal de que lo recomendable era apagar máquinas está, por ejemplo, en el Californian, otro barco que surcaba esas aguas que sí paró. Entonces, ¿por qué Smith, capitán de dilatada experiencia y prudente a priori, decidió seguir?
A bordo del «Titanic» viajaba Bruce Ismay, director de la White Star, que pudo presionar al capitán para continuar la navegación de noche a pesar de los avisos de icebergs.
A bordo viajaba Bruce Ismay, director de la White Star. Antonio Bustabad apunta que desde un primer momento hubo sospechas de él. Ismay seguramente presionó al capitán para continuar la navegación, con el objetivo de llegar a Nueva York el martes 16 por la noche y no el miércoles por la mañana. Así, el Titanic hubiera batido el record de tiempo en el mismo trayecto de la compañía, que ostentaba el trasatlántico Olympic. Esto hubiera reportado unos cuantos titulares, publicidad y fama a la White Star.
Esto conecta en cierta manera los casos del Titanic y el Costa Concordia, ya que el capitán del crucero italiano naufragó al acercar demasiado su barco a la costa por una cuestión de notoriedad. La actuación de Smith y Schettino, tras sus accidentes, tampoco fue ejemplar.
El italiano abandonó a escondidas el Concordia, obviando sus deberes como capitán. John Smith permaneció pero, según Bustabad, mantuvo una actitud pasiva en la evacuación, provocando que la mayoría de los botes salvavidas fueran arriados medio vacíos. Esto supuso la muerte de casi 500 pasajeros, que se habrían salvado si hubieran subido a las barcas.
Además, antes de la colisión con el iceberg, Smith se ausentó del puente de mando del Titanic al hacerse de noche. Si hubiera estado ahí, explica Bustabad, quizá habría ordenado la maniobra correcta para evitar el choque. Casos como estos hacen que la típica imagen de cuento del capitán hundiéndose en soledad a bordo de su navío quede, en ocasiones, muy difuminada.
Los muertos del «Titanic», con clase hasta para morir
Los cuarenta minutos posteriores al hundimiento del Titanic fueron un continuo de gritos desgarradores y llamadas de auxilio de los náufragos que luchaban desesperadamente por sobrevivir.
Durante esos minutos afloró lo mejor y sobre todo, lo peor, de la naturaleza humana. El miedo, el egoísmo y la insolidaridad entre clases terminaron por imponerse. Hacia las tres de la mañana, vencidas por el frío, cesaron las voces de los que se hallaban en el agua. En el gélido océano Atlántico solo se escuchó el silencio.
El buque Carpathia, de la compañía rival Cunard, llegó a la zona hacia las cuatro de la mañana. Consiguieron rescatar vivas a más de 700 personas.
Tal como revela Jose Antonio Bustabad Rey en su libro Informe pericial sobre las causas del naufragio del trasatlántico Titanic, la comisión de investigación del Senado de Estados Unidos dictaminó que a bordo del barco iban 2.223 personas, de las que 706 se salvaron y 1.517 perecieron. De los pasajeros de primera, segunda y tercera clase fueron rescatados con vida 199, 119 y 174, y fallecieron 130, 166 y 536, respectivamente.
La gran diferencia entre el número de pasajeros de tercera clase fallecidos en relación con los de las otras dos generó toda clase de sospechas respecto al trato dado por la tripulación a los viajeros más humildes en el momento del rescate.
Molly Brown, una de las supervivientes de la tragedia
La clase marcó la diferencia en el destino del pasaje, y esa misma discriminación la recibieron también sus cadáveres, pues no todos llegaron a tierra. Con el fin de recuperar los cuerpos de las víctimas, la compañía White Star, dueña del Titanic, contrató a varios buques para que rastrearan la zona del naufragio. Uno de ellos, el MacKay-Bennett llegó al lugar varias horas después, encontrándose con un paisaje dantesco de cuerpos congelados flotando en el mar.
La clase marcó la diferencia en el destino del pasaje.
Mientras que los cuerpos de las víctimas de primera clase fueron colocados en ataúdes, los de segunda y tercera tuvieron que conformarse con descansar en bolsas de lona, cuando no en el mar. Los cien ataúdes y las bolsas se quedaron escasos para tantos cuerpos, así que, una vez observada la vestimenta de los muertos y el contenido de las bolsas, 116 de ellos fueron arrojados al océano.
Los que pasaron la criba fueron desembarcados en Halifax para ser entregados a sus familias. A pesar de que la naviera se ofreció para enviar los cuerpos a sus parientes de forma gratuita, sólo 59 víctimas fueron reclamadas.
Otros 150 cuerpos, 49 de ellos sin identificación, descansan desde entonces en el cementerio de dicha ciudad.
Un segundo buque, el Minia, recuperó sólo diecisiete cadáveres, el Montmagny cuatro, etc. El goteo de cadáveres continuó hasta más de un mes después, cuando a 200 millas de distancia, el Oceana divisó a tres hombres en un bote salvavidas. Uno de ellos fue identificado, pero todos fueron arrojados al mar. Todavía llevaban trozos de corcho de los chalecos salvavidas en sus bocas. El delirio del hambre.
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